EL PAÍS 5 de agosto de 2021
«Escucha», le dice mi vecino a mi hijo de tres años cuando el niño se empeña en ignorarle. «Nosotros somos vecinos. ¿Sabes cuánta gente hay en el mundo? Millones. A nosotros nos ha tocado estar cerca. Por eso debemos hablarnos, ser amables el uno con el otro, cuidarnos.» Mi hijo asiente y después se marcha sin decir nada. Yo me guardo el comentario. Pienso que esta es una lección importante. Desde que comenzó la pandemia, la fragilidad del ser humano ha dejado de ser una idea abstracta para convertirse en una realidad cotidiana. Hemos sentido que dependemos más los unos de los otros. Han llegado las vacaciones, vuelven los viajes y vuelve también otra ola de contagios, diferente, pero sostenida. A la mayoría nos molestan o nos han molestado algunas restricciones y, sin embargo, clamamos porque haya regulaciones porque nadie se fía de sus vecinos, mucho menos de los viajantes.
Hubo un tiempo en el que viajar suponía exponer el cuerpo. El cuerpo estaba protegido por el entorno, salir suponía arriesgarlo todo. (…)
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