Fiebre. Relato inédito.

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Ilustración: Myrian Marine (www.myrianmarine.com)
NUEVAS VOCES
Fiebre
MAR GÓMEZ GLEZ
El ventilador industrial trajo la fiebre. Las aspas de un metro de diámetro eran una barbaridad para cualquier residencia privada, especialmente para su estudio. Le llegó por correo y solo con ver la caja aceptó que un bicho de aquellas características incrustaría a la gata contra la pared. Quedó embalado en el armario hasta que meses después, en la primavera, le empezaron a pesar objetos y con el ánimo de deshacerse de él, le tomó fotos y las subió en Internet. Al día siguiente, su bandeja de entrada estaba llena de mensajes, y entre todas las solicitudes de compra apareció un antiguo alumno a quien no veía desde hacía diez años. Le entusiasmaba que tanta gente quisiese algo suyo. Metió el paquete en el coche y condujo hasta casa del exalumno al otro lado de la ciudad. Los 35 dólares le hicieron sentirse validada, como si le hubiesen comprado algo que ella había construido con sus propias manos. El ventilador dejó al descubierto un espejo circular olvidado en el fondo del armario. Después de la separación, su exmarido y ella se dividieron los muebles y, al pasar de la casa al estudio, aquella pieza no encontró su espacio. Repitiendo la operación del ventilador, colgó otro anuncio y nuevamente obtuvo una respuesta inmediata. Se encontró con su clienta en pleno Sunset Boulevard y el intercambio producto-efectivo también le llenó de júbilo, como si en lugar de dinero le inyectasen endorfinas. De camino a casa pensaba en qué otras cosas pondría a la venta. A la cesta de la bici le siguió el sillón de lectura, y a este, el mueble bar de la esquina de la cocina. Su nuevo objetivo le hizo ver cantidad de cosas inutilizadas a su alrededor, multiplicando sus posibilidades de venta. Los correos electrónicos de los clientes requerían cada vez de más tiempo, y cuanto más tiempo invertía, más se enganchaba. Pronto le resultó imposible seguir transportando sus productos ella misma y encontró a Ronnie, un hombre con furgoneta que se convirtió en su transportista. Ronnie era un colombiano amabilísimo, que antes de vivir en Estados Unidos había sido informático, lo que le dotaba de una provechosa atención al detalle.
   El exceso de ropa se iba evidenciando a medida que se despejaba el estudio, y encontró una nueva fuente de satisfacción retratando abrigos, faldas, camisas, blusas, zapatillas, botas, zapatos, incluso ropa interior de encaje, que filtraba antes de subir a la red eligiendo los colores que más favorecían a cada prenda. La ropa no la compraban los particulares, sino las tiendas de segunda mano del barrio. Vendió todo lo que tenía de cuando quiso convertirse en señora, empezando por sus zapatos de tacón fino con piel de cocodrilo y el vestido de lino blanco italiano. Pidió dinero, contante y sonante, en lugar de crédito de las tiendas; quería unir todos los billetes en su cartera, como si los estuviese coleccionando. En aquella ciudad se compraba todo lo que tuviese un buen precio y una marca cara. Vendió incluso productos de belleza medio usados que le había regalado su exsuegra y que ella no usaba.
La asociación con Ronnie simplificaba las cosas, los billetes seguían llegando y cada vez tenía que ser más creativa a la hora de seleccionar sus productos. De cosas que definitivamente no usaba pasó a otras que usaba poco, y de estas a las que, aun usándolas, eran prescindibles. Así llegó a deshacerse de la cómoda, el sofá, el despacho y el somier de la cama. Vendía tan barato que se corrió la voz y ya le escribían desconocidos preguntándole directamente por si le quedaban sillas, pantalones, una cubertería o vasos. El concepto de prescindible se flexibilizaba y cuando vendió su última estantería pensó que tal vez los libros, los libros que amaba más que a sus propios amigos, también la estaban atando.
El dinero en la cartera podía leerse de cualquier forma pero los libros, no. Postmoderna y todo, sus volúmenes, frente a los billetes, se volvían concretos y francos. Así que los anunció uno a uno describiendo su contenido con el mayor cuidado. A los pocos días la contactó una escenógrafa. Quería el lote completo, dijeran lo que dijesen, eran para el set de una serie web que se vería por YouTube. Ronnie trajo una botella de vino para celebrarlo y, como ella había vendido los vasos, brindaron con las manos. Luego él le dijo que ese era su último viaje porque ya tenía lo suficiente como para empezar su propia compañía de diseño de aplicaciones para teléfonos móviles. Ella le pidió que por favor siguiese en el negocio y, disculpándose, él le dijo que quizá ella también debería dejarlo.
A falta de Ronnie, pidió a los clientes que fuesen a por sus productos al portal de su edificio. El precio no cambiaba y los billetes seguían engordando la cartera. Mientras se preguntaba qué compraría con tanto efectivo, le llegó un mensaje de su último cliente. Bajó a la puerta de la calle descalza, cubriéndose los pechos con la gata.
Publicado en la revista ACTÚA de AISGE:

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